POEMAS

POEMAS

Valancina Aksak
Traducción: Ángela Espinosa Ruiz
 
 
Antes del fin del mundo

El día
que empezó
la tercera mundial,
un conocido maestro
en arreglar la vista
me devolvió
unos ojos perfectos.
Todo este tiempo
después de aquel encuentro
con el mago
del láser y el bisturí
he estado pensando en la vanidad
del éxito médico.
Para qué quiero ahora
el colorido de un cielo
que de repente
ha perdido el arcoíris.
Hoy al fin he entendido
que las hábiles manos
del esculapio oculista
me han regalado la oportunidad
de ver
el fin
de este
negro
mundo.

Shabbat

Sábado.
Shabbat.
No se desliza el cielo estridente.
Sinnúmeros de grises cuervos
silenciados junto a la basura.
Filas de ensillados camellos
como cintas transportadoras
por los senderos escasos.
Silencio al fin.
Shabbat.
Colas automáticas amortiguadas.
Devoradores de tanques confundidos.
Bombas hundidas en el barro.
Eso pensé felizmente
al mirar por la ventana.
Olvidé
que me acababa de despertar
y tenía en las orejas
aún los tapones.

Pájaros blancos

Despertar por la mañana
en tu propio piso,
ver
pájaros blancos en la ventana
que consiguieron refugiarse
de bombas y guerreros
y lograron cruzar la frontera
en el humo negro.
Escuchar sus arrullos
respirados que dicen
que para la Anunciación
reconstruirán sus nidos
y empezarán
a incubar a sus niños,
y estos después,
iluminados
por el sol amarillo,
volarán
con el azul del cielo
al Paraíso.
Y volverán
a su
Tierra Blanca.

Nueve pájaros

Hoy de nuevo
han venido a verme
nueve blancos
y serenos pájaros.
Se han sentado a mi lado
y con sus azules pupilas
me miraban con confianza,
analizando mis movimientos,
como los bebés desde los carritos
sienten con los ojos
el humor de sus madres.
Las balas y las bombas
como una gran nevada
se quedaron al sur de aquí
a veinte días de vuelo
durante los cuales
se duplicó en tamaño
la bandada atrapada.
Son ellos los que habrán de hacer magia,
para que en cada nido
por todos sus familiares
no nacidos
nazcan polluelos
y los de aquí
aprendan
los cantos.
Para que haya
como mínimo
nueve pájaros.

Las golondrinas

Las golondrinas han sacado hoy la cabeza
de debajo del cálido tejado,
pían alegremente
y trazan el primer círculo
alrededor de su refugio.
Observan sorprendidas
el azul horizonte
diseccionando con decisión
el paisaje meteorológico
para llegar volando
a las nubes espumosas.
Todavía no saben
que cada nuevo aleteo
de sus libres alas
las acerca
al mundo
de los gavilanes y los cuervos.
Allí están,
en las alturas borrascosas
ya acechando
a los polluelos
que valientemente
se vayan alejando
de su nido natal.

Huida de Polesia

Pantano. Alisos. Frondosidad. Espigas.
Casitas negras en las colinas.
Donde no se puede llegar
sin arriesgarse a tropezar
en los lechos de turba.
Perdona, tío Kolas,
no es mío tu rincón natal
en la tierra.
Tú también, tío Melezh, perdóname,
no soy hija
de la gente de los pantanos.
Me he tejido unas botas de sauce,
he untado mi remo de barro,
y escondido mis piernas
tras el horizonte de una mosquitera.
Llevo días avanzando
y veo a mi alrededor las mismas vides,
y por delante las mismas ramas,
ignoradas por la fortuna.
La escarcha se espesa,
no se ve un refugio en ninguna parte,
y en las alturas de Polesia
en lugar de las estrellas
brillan los ojos de los lobos.

Soledad

No tengo dónde ir
a encontrarme
con Dios
salvo mi propia
imaginación dolorosa.

El amor en los tiempos de la guerra

Dejó, abandonó
en la miseria y la desesperación
bajo el temporal del destino,
bajo los pesares de la suerte.
Pensaba:
mi herida
se extiende por todo el mundo,
creía:
mi dolor,
es cual vagón infernal.
Y resultó,
que no tenía a quién la amargura,
porque no había nadie
a quien dejarle nada,
porque ya no hay
paraíso para la desesperación,
y ni siquiera infierno,
ni eso ya hay.
Solo hay guerra,
en la que ni las penas,
ni los pesares,
son las heridas profundas
las que no duelen nada.
Ardieron en un purgatorio
de encuentro y despedida,
y entre las cenizas
florecen las flores.

Una rosa en la mochila

Entre la multitud de la estación
mi mirada se detuvo en una rosa
que sobresalía
de una mochila sucia,
en la que apenas cabía aquella maceta
de la sorprendida flor.
Su cabeza giraba
al ritmo de los gastados zapatos,
y en el andén se quedó congelada,
se desmayó de pronto
al comprender
que desde entonces viviría
para siempre en la mochila.
Para siempre
vagabunda.

Hierbas de San Juan

En el momento
en el que el pesado sol
desciende sobre los chapiteles
del castillo de Balmoral,
hago una infusión de hierbas de San Juan
y saboreo la medicinal bebida
hasta que
a mi taza vacía
echa una mirada mi viejo amigo
que me pregunta burlonamente
si me ha ayudado este remedio
con mi duelo crónico.
Me hace, ingenioso,
unas cuantas chanzas más
y saca
de un armario carcomido
un Ballantine’s.
Nos sirve a los dos y dice
que en Escocia
tenemos que desacostumbrarnos
a usar medicación suave
del Niemen,
y preparar nuestras entrañas
para el duro brebaje
de las orillas
del frío Dee.

Mueren las dalias

La lluvia al alba
diluye mi
cargado café
con el que voy a regar
las dalias que,
debilitadas por su sed,
mueren.
Pongo una turca de un litro
después para mí,
y me sumerjo en una telaraña de noticias.
Y desde la red
me mira
un forzudo con barba,
que nunca jamás
volverá a ver
cómo mueren las dalias
en una granja extraña.
La dueña de las dalias
no llegó a hacerle a este gigante
con las chispas de una casa en llamas
un alegre brebaje.
Un frenético tanque
se les adelantó a ambos.

Noche

En el cuadrado negro de Malevich
revolotean miríadas de estrellas fugaces
que solo ven los ciegos.
Con la ausencia de marco del original,
aquí está sujetado con pinzas
por las cuatro esquinas.
Los topes que un día fueron
subbastidores
rodearon un círculo negro
que el blanco
nunca podrá alcanzar.
El cuadrado
Fluye hacia el círculo
y la cúpula
se convierte en una cruz.
El vacío
tendrá que enfriar el pan quemado
con antracitas.
Suprematismo.
El punto más alto.
Clavos en lugar de estrellas.
Noche.

Sin milagros

Querido Santa Claus,
si no te queda nada
en la bolsa
salvo esos caramelos
rosas,
no vayas
a nuestra casa.
A mi hermanita y a mí
no nos gustan los dulces.
Dices
que tienes galletas de jengibre sin azúcar
y naranjas.
Tampoco las comemos
porque no son dones
de nuestro campo y jardín.
¿Te molesta?
Como, qué niños tan caprichosos
trae esta tierra.
Escucha,
nosotras ya
no creemos
para nada
en tus milagros.
Y a ti mismo,
más bien,
te hemos sustituido.
El verdadero San Nicolás
en su gran bolsa hoy
traería a casa
a nuestro papá.
¿Te sorprende?
¡Pues adiós!
Vete con aquellos niños
cuyo padre
abraza y besa con ternura,
y no arde amargamente
hasta quedarse
en frías
cenizas.

Consuelo

Atrapada en las redes
de un balcón ajeno
lo único que tengo,
es un cielo destrozado.
Me consuelo
con la desesperación irrefrenable
y el dolor indefenso
por tantos, tantos
que en este momento
ven un reflejo del sol
de entre los barrotes.

Con tela para crecer

Tarde. Viento.
El vendaval levanta y amontona
imposiciones, discusiones.
Ha salido de entre las nubes
una luna finita.
Ha bajado a mi jardín
y se ha sentado
cual amante temeroso.
un poco desde lejos.
Me ha susurrado:
sonríele a todo
lo que hay a tu alrededor
porque mañana
ya no lo verás.
Vive, como yo.
Con tela para crecer.